UN ÁRBOL PARA NAVIDAD,
por Susana Fontán
Cuando se acercaba la Navidad, mi padre acostumbraba a traer el mejor abeto de un lujoso vivero de Torrelavega. Mis hermanos y yo lo decorábamos con bonitos y caros adornos. Al terminar, nos reuníamos todos y mi padre prendía la iluminación. Era algo digno de verse. Por desgracia, un año mi padre perdió casi todas las vacas por una enfermedad, y para colmo, aquel verano hubo una sequía que hizo que nuestro huerto no prosperara. Papá ya no era el mismo, sus ojos habían perdido la alegría de antes, y nosotros tuvimos que adaptarnos a la nueva situación.
Los meses pasaban y la Navidad estaba próxima. Fue mi madre quien lo sugirió y decidimos darle una sorpresa a nuestro padre. Sin otros recursos que la imaginación, nos pusimos en marcha. Habilitó un espacio en la cuadra casi vacía, que serviría de almacén y refugio para nuestros planes.
Había que buscar un árbol especial que debería simbolizar un nuevo futuro. Tardamos unos cuantos días en encontrar el ejemplar perfecto: era un melocotonero descarnado, que no había sobrevivido a un trasplante otoñal, arrancado y abandonado despiadadamente. Sus ramas secas extendidas habían vivido tiempos mejores, al igual que nosotros. Sin embargo, todos merecíamos una segunda oportunidad, de modo que lo colocamos en el centro de un neumático del viejo motocultor, sujetándolo con piedras redondeadas del río.
Lo siguiente era transformarlo y que transmitiera la esperanza de prosperidad que latía en nuestro interior. Para ello, el bosque cercano era un auténtico filón, pues proporcionaba flores silvestres de todo tipo. Adherimos a nuestro arbolito ramitas de acebo coloreando sus ramas secas de verde brillante. Cada día, al salir del colegio, traíamos unos recortes de espino con sus rojas bayas, que pasaban a alegrar el árbol, atadas a su tronco. Los adornos lujosos que teníamos guardados fueron ocupando su lugar en él. Poco a poco el proyecto iba tomando forma. Pero seis días antes de Navidad, aún faltaban detalles: las luces y los regalos. Desolados, estuvimos a punto de renunciar, cuando nuevamente mi madre tuvo la idea de que cada uno preparara un objeto con cartulina, recortes de revistas y pegamento. Debía ser algo que representara un regalo de Navidad, sería un símbolo de buena suerte, una especie de “amigo invisible”. Sorteamos los nombres y nos pusimos manos a la obra. Ella se encargaría de las luces y del regalo de nuestro padre. Con cartulina, palitos, pegamento y las acuarelas del colegio, fabricamos algunos juguetes: un barquito coloreado elegantemente de azul, una pajarita multicolor, un cohete espacial forrado de papel de aluminio... Pero mi madre se encerraba con misterio en el taller, impidiéndonos el paso, para proteger el secreto. El día 23 le dimos nuestros paquetes etiquetados. Cuando estuviera todo listo, nos avisaría para que acudiéramos con nuestro padre, pues quería sorprendernos a todos.
Aquella tarde, llovía mansamente tiñendo el atardecer de un triste gris acerado, cuando por fin nos llamó. Mi padre, intrigado al ver nuestra mirada impaciente, se dejó llevar de la mano y nos acercamos al portón entreabierto de la cuadra, de donde salía un inquietante resplandor.
Mi madre había colocado por todas partes cabos de velas encendidos. Infinidad de trocitos de espejo y cristal reflejaban las pequeñas llamitas, creando un escenario centelleante. En el centro, sujeto en la rueda con piedras enlazadas con cintas de colores, vestido de verde y rojo, el árbol brillaba triunfante. Y sujetos a sus ramas los paquetitos etiquetados contenían nuestros sueños ilusionados. Jamás olvidaré la sonrisa emocionada que se dibujó en el rostro de mi padre. El suyo contenía unas figuritas de miga de pan coloreada que nos retrataban a todos.
Pasaron los años. Nos hicimos mayores y jamás volvimos a comprar abetos, ni naturales ni artificiales. No renunciaríamos a la búsqueda anual de un árbol especial para Navidad que mereciera ser adornado con el corazón. Aún hoy sigue siendo la actividad favorita de mi familia.
Susana Fontán
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