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AL ACECHO,

relato de Susana Fontán



Salió de Pido hacia las cuatro de la mañana. Era una madrugada fría y húmeda de los últimos días de septiembre. Por suerte el resplandor de la luna oculta a medias en la niebla iluminaba el camino y facilitaba la marcha. Al pasar por las naves de Matías sonaron algunos gruñidos de advertencia, como siempre, pero los perros estaban demasiado perezosos para salirle al encuentro. Cuesta arriba, un pie tras otro, el cazador fue cogiendo rápidamente el ritmo, entrando en calor. Se sujetó bien la mochila y su equipo, acelerando el paso para que no le sorprendiera el amanecer antes de su llegada. El camino se empinaba ciñéndose al bosque, denso y oscuro, camino de la Vega Arriba.

Pronto pudo oírles a lo lejos. Enfebrecidos, se interrumpían unos a otros con roncos berridos, el instinto de la especie, de la supervivencia, del porvenir. La berrea había comenzado puntual, inexorable, y los grandes venados bramaban cegados por el celo.

Al llegar a Moveja se apartó de los prados, para no ser descubierto, aproximándose al bosque. Suavemente la luz fue cambiándose a una extraña claridad, mitad luna, mitad aurora. Los Picos se prendieron con diminutas llamaradas sobre sus cimas, mientras las laderas se teñían con el color rosado del amanecer. Ya se podía ver el hayedo, y adivinar los colores rojos, anaranjados, toda la escala otoñal, en la que brillaban aquí y allá los relucientes acebos.

Venado en La Vega Arriba. Pulse para verlo más grande Llegado al puesto escogido, el cazador se situó tras la peña, contra el viento, evitando ser detectado por el fino olfato de los animales. Sacó los prismáticos y preparó el arma. La niebla se iba dispersando en guedejas desiguales, agarrándose empecinadamente a las cumbres, como queriendo prolongar su dominio, pero resignándose a la retirada.

A través de los binoculares, buscó en la lejanía las siluetas de los machos, que seguramente estarían apenas visibles para miradas curiosas como la suya. De pronto le vio. Era un macho enorme, con la cabeza adornada con dieciséis puntas espectaculares, un medalla de oro sin duda. Estaba echado junto a unos arbustos, y movía la cabeza a la vez que rugía con furia.

El cazador se alejó de su escondite, ocultándose en las escobas, siempre contra el viento, aproximándose a su presa con cuidado, sin dejarse descubrir. A una distancia de cincuenta metros se detuvo, ya podía observarle a simple vista. Descolgó el arma y ajustó el teleobjetivo. El venado estaba distraído, aunque de pronto algo le advirtió de una presencia extraña, y levantando la cabeza se puso en pie, erguido en su gran tamaño y magnífica estampa.

Sin vacilar el cazador disparó repetidamente de forma certera, atinando a la primera en el blanco, y sin que le temblara el pulso. Era una buena pieza, que pronto formaría parte de sus mejores trofeos.

Feliz por el resultado de su jornada de caza, recogió sus cosas, sacó un termo de su mochila y desayunó junto a la peña, un café con leche y unas galletas, emprendiendo a continuación el regreso a casa, mientras la mañana ya mostraba un sol radiante y prometía un día templado y luminoso.

En su cámara fotográfica guardaba las mejores imágenes de un venado espectacular, para su colección. Mientras tanto, su víctima, ignorante de haber sido atrapado, continuaba como muchos otros atronando la montaña, que escuchaba impávida, la serenata anual.


Susana Fontán - 15 de junio de 2010