Separata de LA VIDA SOBRENATURAL
Julio-Agosto de 1989, pp. 318-333
H. Cristina Benito Rivas, 0. P.
Los años transcurridos desde el tránsito de la H. Benito de este mundo a la Casa del Padre, no impiden que su vida siga irradiando luz. Numerosas personas reflejan por escrito el recuerdo de su ejemplaridad en el seguimiento de Cristo. Fue una mujer consecuente con la entrega que de su persona hizo a Dios. Sobresalió por la perfección con que que llevó a cabo sus deberes ordinarios, siendo fiel hasta en los mínimos detalles. Apoyó todo el edificio de su vida en la firmeza de la fe dócilmente correspondida. Puso particular empeño en no negar nada a su Señor, por insignificante que fuera lo que le pedía.
1.-Infancia y años de formación. En el pueblecito de Pido (Santander), abrió los ojos a la luz del mundo, el día 16 de marzo de 1900, siendo bautizada al día siguiente en la Parroquia de Espinama con el nombre de Cristina María. Sus padres, Domingo y Micaela, campesinos de limpias costumbres y arraigadas creencias, formaban, con sus ocho hijos, una familia de profunda vida cristiana. Cuantos conocieron a esta niña en la infancia la describen como reservada, muy piadosa, callada y sacrificada. Gustaba de rezar sus oraciones e ir a misa todos los días. Era «muy rezadora», y sus hermanos no querían que dirigiera el rosario en familia, porque lo alargaba demasiado.
Cursó la E. Primaria en Espinama, distante 1 km. de Pido, donde los maestros atendían solamente a los niños. Cristina creció en ambiente de sanas costumbres, alternando la escuela con la vida familiar, la oración y el campo, con el maravilloso paisaje de los Picos de Europa. Pronto quedó huérfana de padre, el cual falleció de una pulmonía cuando ella contaba sólo nueve años. Entonces sus hermanos Leoncio y Pepe, residentes en Cuba, decidieron, de acuerdo con la familia, que las dos hermanas Manuela y Cristina cursarían los estudios de Magisterio en la Normal de Oviedo. Cristina ingresó el año 1916.
Las dos estudiantes residieron en una pensión hogareña, de probada reputación, sita en la calle Magdalena, número 19, 3º. Allí estuvieron como en su propia casa. Pasaban la jornada entre la Normal y el estudio. Cristina iba diariamente a misa por la mañana y hacía la visita al Santísimo por la tarde. Los domingos frecuentaba la iglesia de los PP. Dominicos y se confesaba con el Párroco de San Isidoro, un santo varón con quien ella tenía mucha conflanza y que falleció muy joven. Sólo durante las vacaciones iban las dos hermanas al pueblo ayudando en los quehaceres de la hacienda. Hacia el año 1916 -cuenta su hermana Manuela-, un domingo se fue con su madre por los Picos de Europa, caminando entre peñascales y malezas, para venerar una imagen del Sagrado Corazón. Ambas eran tan sumamente piadosas que no regresaron hasta las dos de la madrugada.
Asunción Cuétara, compañera de Cristina en Oviedo, la describió así: «Pacífica, estudiosa, respetuosa, callada y nada amante de jolgorios». «Todas las jóvenes gustaban de hablar con ella, aunque era más bien tímida y sosa». Su hermana añade que se quedaba por las noches a estudiar. Alguna vez se había levantado para animarla a que se acostara y la había encontrado en ambiente de oración y colocándose debajo de las rodillas cascos o trozos pequeños de botellas. «Como dormíamos en la misma habitación -dice Manuela- al ver que tenía postillas en las piernas le preguntaba: ¿Qué tienes aquí?, a lo que respondía: "Nada, mujer, que me lastimé". "Esto no tiene importancia". En otra ocasión, me pareció que su cama no estaba muy bien hecha, y al dar la vuelta al colchón encontré un cilicio, de unos cinco centímetros, para la cintura. Recuerdo que lloré mucho, pero no dije nada a nadie».
El colegio de Oviedo todavía no estaba fundado. Una religiosa Dominica de la Anunciata, de Caborana, frecuentaba la pensión; de vez en cuando tenía que pasar dos o tres días en la capital y se hospedaba en aquella casa, porque conocía mucho a la dueña, Sra. Luísa. Así se entabló poco a poco una relación y conocimiento mutuo que se fortalecía con las visitas que, por su parte, hacía Cristina para ver a dicha Hermana. Hablaría de sus cosas, de sus anhelos e inquietudes, y así maduraría la incipiente llamada de Dios. Quizás fuera esa religiosa Dominica -de la que no conocemos ni siquiera el nombre- la que afianzó el profundo interrogante ya existente en el corazón de la joven. Se sabe que tuvo también relación espiritual con un padre Dominico Misionero del Perú, que iba mucho a Caborana. Por él conoció y trató a la M. Figuls, Dominica, de una entrega incondicional y de probada virtud, que dejó un testimonio imborrable por la cuenca minera. Posiblemente -dice M. Cuétara- el P. Gerardo dirigiera a la M. Benito en su vocación. Lo cierto es que la respuesta no se hizo esperar. Terminado el Magisterio, en el mes de mayo de 1920, pidió y obtuvo el correspondiente permiso de su querida madre y hermanos para consagrarse totalmente a Dios como eran sus deseos. Le bastaron unos días de estancia en Oviedo con Manuela, para disponer el ajuar y partir para el Noviciado.
2.-En la vida dominicana. Acompañada de una joven de su pueblo, Susana Lera, ingresó en la Casa-Madre de Vic (Barcelona), el día 26 de septiembre de 1920, recibiendo el hábito de Santo Domingo el 5 de abril de 1921. Le impusieron el nombre del santo Predicador, por lo que en adelante se la conocerá siempre como H. Dominga. Dos fueron sus Madres Maestras de Novicias, de las cuales recibió la primera impronta religiosa: M. María Deu Famés, mujer de grandes valores, más adelante Provincial de Castilla y de las dos Provincias catalanas. Infundió en las novicias gran amor a la Congregación; era ejemplar en su prudencia, caridad inagotable y fidelidad en la vida religiosa. Y M. Constancia Viñas, de no menos estima y cualidades. La formación recia y espiritual que recibían las novicias se veía fortalecida por el clima austero y comprometido que se vivía en la Casa-Madre. La iglesia de Vic era todo un santuario dominicano. En un altar lateral se veneraban las reliquias del Mártir Almató, recibiendo un culto especial a partir de su beatificación en 1906. Y en la misma iglesia de la Casa-Madre, los restos mortales de nuestro Fundador, el Beato P. Francisco Coll, a quien ella quiso siempre de un modo especial, orando incesantemente para poder verle un día en los altares.
En su noviciado se congregaron veinticuatro novicias, de las cuales veintiuna llegaron a la primera Profesión y sólo diecisite a la Perpetua. Cuenta su compañera de viaje y noviciado, H. Lera: «No la vi cometer la menor falta. Una vez en el noviciado me dijo la M. Maestra que le lavara los pies, ya que la H. Dominga no se encontraba muy bien. Lo recibió humildemente y "para santificar todos los momentos", me dijo: "Estamos imitando a Nuestro Señor cuando lavó los pies a los apóstoles"». Y sigue diciendo la H. Lera: «En otra ocasión me dijo la M. Deu que la H. Benito sería un día su sucesora como M. Maestra. Y así fue. Puedo afirmar que cuando entró ya era tan buena como después. Todo ello prueba la fidelidad a la gracia y su generosidad para con Dios en todo momento y hasta en los menores detalles. En el noviciado escribió una vez a Asunción Cuétara (que ya tenía vocación) y, según ella misma contó, "esta carta sirvió para terminar de decidirme y entrar en la Congregación de la Anunciata"». De día en día se iban configurando los rasgos característicos de su identidad religiosa: Fidelidad a Dios y profunda intimidad con El en la oración. El 5 de abril de 1922 profesó por primera vez en Vic.
3.-En la tarea docente. No pudo disfrutar mucho de la Casa-Madre y de su ambiente de espiritualidad, tan a propósito para un alma contemplativo. El 29 de septiembre de 1922, cinco meses después de emitir sus votos, fue destinada a Campo de Criptana (Ciudad Real), como Profesora de Primera Enseñanza. El 1 de noviembre de 1923, a Madrid (Colegio de Velázquez), con el fin de especializarse en Escuela Hogar, y el 30 de septiembre de 1924, la obediencia la envió al Colegio de Oviedo, donde desempeñó como Directora la tarea docente, hasta 1936.
En 1932 tuvo como ayudante más próxima a la M. Adela González, más tarde Priora General, quien dio de ella el testimonio siguiente: «A los pocos días de tratarla, me di cuenta de que no era una religiosa simplemente buena, sino que poseía unos ideales muy elevados de santidad, que se traslucían en todos y cada uno de sus actos. Sus enseñanzas llevaban el sello de un alma unida a Dios que testimoniaba con la vida. Como profesora era responsable, eficiente, digna y un tanto seria. Demostraba una gran capacidad de entrega». Como tenía Hermanas de Magisterio a su cargo, por las noches se quedaba en la sala de estudio a fin de ayudar a cuantas Hermanas y niñas lo necesitaran, no retirándose a descansar hasta que la última estuviera atendida. Muchas de las alumnas seglares que pasaron por sus aulas hablan así: «Era sufrida, callada, de semblante apacible, ecuánime, muy competente, sacrificada». «Influyó mucho en mí para tomar una opción en la vida y seguir un camino recto». «Muy inteligente, acogedora, y sobre todo ecuánime». «Era distinta de las demás». «Tenía un poder que yo no resistía, parecía que me penetraba por dentro y que ya sabía lo que le ibas a decir». «Se notaba que estaba en Dios». «Todavía en mi casa -cuenta Sofía Albuerne- se oye hablar de la H. Dominga. Cuando nos ocurre algún suceso doloroso, mis hijos me repiten: "Mamá, acuérdate de la H. Dominga, que siempre te decía: Todo por Dios"».
La relación que tuvo con las alumnas no terminó en las aulas. En el decurso de la vida, aprovechó las visitas que hacía a Oviedo y la correspondencia, para mantener comunicación con todas las que se lo pedían. Buen reflejo de cuanto antecede son las declaraciones y cartas recibidas después de su óbito.
En 1934, tuvo que despojarse del hábito como las demás religiosas. «Fue entonces -dice una ex-alumna- cuando la vimos llorar». M. Adela, refiriéndose a estos años, habla del «miedo horroroso que pasaba la M. Domingo durante los bombardeos; temblaba como la hoja de un árbol». «La oración era su única fortaleza, lo que no impedía que siguiera apoderándose de ella el pánico en idénticas circunstancias». En 1936 estalló la guerra. «Lo pasamos muy mal». La comunidad tuvo que refugiarse en una vivienda deshabitada. «Sólo comíamos arroz y cuando se nos terminó, tomábamos de vez en cuando café». «Teníamos el Santisimo Sacramento en un cajón y pasábamos la mayor parte del tiempo en oración, pero no podíamos comulgar». Una postulante que vivió estos acontecimientos en Oviedo, dice: «Estábamos en un sótano para más seguridad». Destacaba ya entonces la M. Benito de todas las religiosas del colegio. Se le notaba algo especial en su quehacer, comportamiento, compostura y demás. «Hacia como todas».
4.-Formadora de religiosas. El 8 de febrero de 1937 la nombraron M. Maestra de Novicias, en momentos muy críticos. El colegio había sido incendiado por varios extremos. Los ataques eran casi continuos. El P. Manuel Ramos, O.P., ubicado entonces en Navelgas, al ver a las Hermanas en aquellas circunstancias les ofreció el convento, regado por la sangre de varios mártires dominicos, y se comportó como un verdadero padre en cuanto a proporcionarles cobijo, alimento y orientación espiritual.
De sus comienzos en el noviciado de Navelgas habla la novicia más antigua: «Ibamos muertas de hambre y llenas de miseria, ya que en el asedio de Oviedo, lo primero que cortaron fue el agua. Ella pasó por la misma situación y condiciones, con un espíritu de caridad y sacrificio envidiables. Y aquí viene la parte humana, tremendamente humana, de la M. Benito: A pesar de ser una mujer tan austera, mandaba que nos levantáramos tarde, que hiciéramos la siesta y que nos acostáramos pronto». «Nos dejaba ir hasta el río y nos procuraba toda clase de expansiones sin que se lo pidiéramos». «Ella nos servía la comida que procuraba fuera sustanciosa y abundante». «Nunca -por entonces- nos indicó que los domingos hiciéramos más oración, pero como la veíamos pasar tantos ratos delante del Santísimo, aprendimos de su testimonio a hacer lo mismo».
Sobre su austeridad y comprensión en Navelgas, habla así otra novicia: «Nuestra vida allí fue muy austera. La comida frugal y pobre. El dormítorio común. La M. Benito dormía como nosotras, separada únicamente por cortinas. Iniciaba ejemplarmente en la vida de privación y austeridad». «Ibamos a lavar al río. Ella lavaba como todas, ocupando en otro menester a las Hermanas que juzgaba no podían realizar dicho trabajo». La M. Adela, estuvo también un tiempo con ella en Navelgas y dice así: «Vivíamos en condiciones de mucha pobreza». «No había camas suficientes y las dos teníamos que compartir la misma. En invierno, con un frío riguroso, yo llegaba a la cama aterida. Ella siempre me ofrecía sus pies calientes, para calentar los míos». «Teníamos una sola manta de soldado. Nos deshacíamos para complacer a la compañera, pero como yo me dormía antes, ella me cubría totalmente. Creo que pasaba las noches en oración, y nunca se la vio preocupada, ni se quejaba de nada».
El 14 de octubre de 1939 llegó a Vic con sus novicias y continuó en la Casa-Madre con la misma responsabilidad de M. Maestra, que desempeñó hasta octubre de 1946.
Su perfil de formadora es todo un símbolo: Austeridad, en comida y vestido, estricto cumplimiento del deber, obediencia a rajatabla, en no darse satisfacción alguna, en vivir y morir como un auténtico pobre de Yahveh. Aspecto enérgico, pero muy controlado. Extraordinario dominio de sí misma. Cierto aire serio, aparentemente distante y frío que a veces alejaba, a quien no la conocía de cerca. Dejaba entrever una exquisita afectividad frenada interiormente, quizás para no sentirse asediada. Hablaba más con los ojos que con las palabras. Silenciosa hasta el máximo y de gran prudencia. Muy parca en manifestaciones externas. Empleaba el lenguaje de los signos. Con la mirada penetraba hasta lo más profundo y comunicaba en cada ocasión el mensaje oportuno. Pedagogía de escasas palabras y de muchos hechos. Tenía el don de hacerse presente, a fin de observar, animar, ayudar, y discretamente desaparecer. Nunca aconsejaba nada que antes ella no cumpliera, y así lo transmitía a sus novicias. De sus clases de formación han quedado grabados para la vida sus consejos:
- «Mire para arriba» o «Mire de tejas arriba», cuando le planteaban alguna dificultad seria. «Vaya al Sagrario». «Somos lo que somos delante de Dios».
Alguien le oyó esta expresión, para la que no hay comentarios: Decir sí a todo. Descubría a Dios a través de los acontecimientos y personas , y aconsejaba «ver la voluntad de Dios y el divino querer en todo». Considero -dice una novicia- que el núcleo principal de su doctrina fue: «La entrega total e incondicional a Dios y el amor y servicio a los hermanos». Varias veces la oímos repetir esta frase de la primera carta de San Juan: «El que no ama al hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve». Tema reiteradamente tratado en sus clases de formación fue la caridad. Insistía mucho en la oración, la presencia de Dios, el amor a la Santísima Virgen, al P. Coll y a Santo Domingo, el espíritu de sacrificio y la fiel observancia de los votos. Era la «Regla viviente». Inculcaba la pobreza real, basada en el desprendimiento interior y el desasimiento de todo. La fidelidad a Dios, salvaguardando el silencio interno y externo, como clima para vivir la presencia de Dios y mantener la vida interior. No era un silencio vacío, no, aunque mucho ha costado entenderlo, sino un silencio amoroso de escucha y disponibilidad, de encuentro con el Señor, en el decurso del día.
Su estilo, era más bien para admirar que para imitar. Poseía tal dosis de voluntad, constancia y sobre todo fidelidad a Dios hasta en los menores detalles, que sólo personas muy entregadas pueden lograr. Quizás el silencio y la gravedad religiosa, propias de la época, llevadas al máximo -no era mujer de medianías-, fueran los dos puntos más discutidos y que la hicieron aparecer como fría y distante sin serlo. Cuenta una Hermana Estudiante de verano -de las que también se ocupaba-: «En principio huí de ella. Era para mí como algo sagrado, y además, su porte exterior me parecía demasiado serio y su mirada muy profunda. Le tenía miedo. Consulté mi dificultad al P. Monleón, O.P., quien me habló así: "No temas, acércate. Quizás el Señor permite este porte adusto para ocultar ese corazón de madre que tiene. Créeme, es la que mejor os quiere y la que de veras ama a la Congregación". Después le tuve una gran confianza, y constaté que era una auténtica madre».
Su labor no terminaba en las aulas, ni en el noviciado o cursos de verano. Todo el que quería, recibía una palabra o unas letras de asesoramiento espiritual. Así lo demuestra la correspondencia que mantenía.
- «Viva en el plano de lo sobrenatural y verá de qué diferente manera se ven todas las cosas» . «Aprenda por experiencia lo que decía Santa Teresa: "Quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta"». «La santidad es cosa muy personal. Procuremos alcanzarla con ahinco y de la manera que Dios quiera». «Aprenda a hacer abstracción de V. para pensar en la felicidad de los demás». «Tenga mucha vida de oración». «Obre con rectitud de intención y viva siempre de cara a Dios».
Era fidelísima a Dios, y toda su existencia, en cualquiera de sus manifestaciones, tenía la impronta de la fidelidad.
5.-Secretaria General. El 12 de julio de 1946 fue elegida Secretaria General, cargo que desempeñó hasta 1970, en el que la nombraron Vice-Secretaria General.
Cuenta la Hermana que le sucedió en el cargo: «Desde que llegué a Vic, se puso incondicionalmente a mi disposición para cuanto necesitara, y de verdad que estuvo siempre a mi lado, orientándome, dándome explicaciones de cuanto le pedía y siendo mi punto de apoyo siempre. La Madre General me advirtió: "Por favor, no cambie nada en usos y costumbres del Noviciado, ya que parte de las Novicias han tenido por Maestra a la M. Dominga durante seis meses, y para ellas es de lo bueno lo mejor".
Dado su oficio, viajaba mucho. Cuando llegaba a España, "yo la buscaba para que me ayudara en mis dudas. Siempre me recibía y atendía con la misma delicadeza". Una religiosa de la Congregación, destinada en El Salvador, vino por esta época a España acompañada de una niña nativa, a fin de que estuviera una temporada con sus familiares. "Llegamos -dice- cansadas del viaje. A mí me ofrecieron de inmediato una cama, y a la niña, el sofá del recibidor, en tanto reemprendíamos el viaje. Yo sentí mucha pena, ya que la niña tenía más necesidad de descanso que yo. Cuál no fue mi sorpresa, cuando constaté que la M. Benito la había llevado a su habitación ofreciéndole su propia cama para que descansara. Así era la M. Dominga. Al venir de América, yo la encontré más cercana, y más humana"».
Su fidelidad al Señor crecía de día en día y transparentaba la riqueza contemplativa que llevaba dentro. Tuvo que acompañar a la Madre General en sus múltiples viajes, y ¡cómo llenaba su presencia! nunca indagaba, pero siempre que se lo indicaban atendía. «Aún con su sosería, sabía ingeniárselas para animar las recreaciones y tener una deferencia para las Hermanas que debido a su oficio llegaban tarde». «Para mí -dice una Hermana-, era como un director espiritual. Cuando pasaba visita por mi Comunidad, aprovechaba para entrevistarme con ella y pedirle consejo. Nunca se adjudicaba el primer lugar. Procuraba todas las deferencias para el superior. Era muy humilde Y quería pasar desapercibida, pero su virtud se traslucía aunque ella no quisiera. Su presencia brillaba como antorcha».
En las casas, pasaba todos los tiempos que podía en la capilla, pero suplía en sus menesteres a cualquier Hermana en el tiempo indicado para pasar visita canónica. «En uno de mis destinos -dice una Hermana-, sufrí mucho. Cuando pasó ella por mi Comunidad me aconsejó que lo expusiera, pero que no pidiera nada, que me abandonara a la voluntad de Dios. Me aconsejaba leer: "El santo abandono", "Sor Isabel de la Santísima Trinidad", y sobre todo el Evangelio».
Son incontables los viajes que tuvo que realizar, ya que fue Secretaria General cuatro sexenios seguidos. Tuvo que recorrer todas las casas de España, Francia, América del Sur, América Central y Africa, por lo menos cuatro veces, con todo lo que ello supone de disponibilidad y actitud de servicio. Siempre con la misma serenidad, ecuanimidad, sin mostrar cansancio, y más bien preocupándose de que el superior descansara, evitándole muchos sacrificios y malos ratos. Fiel siempre en el cumplimiento del deber y a punto para cualquier disposición del superior.
El 18 de agosto de 1970, la propuso el Consejo General como ayudante en Secretaría, trabajo que tan bien conocía. Fueron los últimos años de su vida.
6.-Una vida lograda para Dios. De su perfil espiritual podríamos decir muchas cosas. Mujer toda de Dios. De fidelidad inquebrantable hasta en los detalles más insignificantes de cada día. Fidelidad a la «gracia», reflejada en ese «hacer el bien calladamente», y en su rectítud en el obrar. Daba a entender que el único móvil que utilizaba para ir a Dios era Dios mismo. Así pudo decir M. Adela: «Creo que de tanto vivir en Dios y mirar las cosas según Dios, El le tranformó la mirada de modo que supo mirar a las personas con la misma mirada de Dios». Se dejaba modelar por el único Artífice, a base de oración y abandono a su divino querer. «Creo -sigue contando M. Adela- que la M. Dominga había hecho un trato con Dios y Dios con ella, y entre los dos quedaba todo encerrado». En cierta ocasión, el P. Gerardo Fernández, O.P., confesor suyo durante un tiempo, dijo a las Hermanas: Esa Madre es oro puro.
Fidelísima a los superiores, veía en sus disposiciones la voluntad de Dios. Recién fundada la casa de Roma en la Congregación, el P. Manuel Suárez, O.P. -entonces Maestro General de la Orden-, animaba a las Hermanas por si algún día las destinaban a dicha casa. Dirigiéndose a ella para preguntarle: «¿Por qué no pide V. para ir allí?», escuchó como respuesta: «Ya saben los superiores que pueden mandarme donde quieran».
Fiel en la oración, aprovechaba cualquier momento libre para acercarse al Sagrario. De rodillas, inmóvil, sin apoyarse, a veces con los brazos en cruz, permanecía largos ratos, con el rostro apacible y sereno, como si estuviera en alta contemplación. Tenía manifiesta predilección por el rezo del santo rosario y por el oficio divino. Siempre se la veía con el rosario en las manos. Amaba mucho a la Iglesia, al Vicario de Cristo. Quería entrañablemente a la Congregacíón y al P. Coll, a quien deseaba ardientemente ver en los altares, a Santo Domingo y a los santos de la Orden, inculcando su conocimiento y devoción. Era muy dominicana.
Hablaba con frecuencia de la inhabitación de la Santísima Trinidad en nosotros, de la amorosa compañía de los «Tres», citando a Sor Isabel de la Trinidad. A veces se le oyó decir en el noviciado que no tenía nada, porque todo lo había ofrecido a las almas del purgatorio. Creo que hizo voto de almas, ya que así lo insinuaba a las novicias. A una Hermana que le preguntaba cómo pasaba tantas horas en la capilla delante del Santísimo, le contestó: ¿Le parece poco el libro que tengo delante?
Fiel en el amor. Dice una de sus novicias: «Se hacía toda para todas. Tuve que desempeñar un trabajo muy duro, y conociéndolo ella me mandaba tomar a media mañana una taza de leche caliente en invierno y un refrigerio en verano. Quería que me alimentara, ya que tenía mucho desgaste. Por la noche cuando, rendida todavía, no había podido rezar, me mandaba a la cama diciéndome que Dios aceptaba mi sacrificio como oración». Tenía sumo interés por cada persona, y cada una se sentía particularmente amada por ella: Se acordaba de cada situación personal y familiar, y se interesaba por todos, desviando así la atención en su persona. Constante, firme, serena, apacible, ecuánime, siempre fiel en todo.
¿Qué no diríamos de las demás virtudes? Mencionemos solamente su fidelidad en el cumplimiento de los votos, y particularmente en el de pobreza. Vestía sencillamente y con decoro. Aprovechaba todas las cosas hasta el máximo. Austera. No tenía nada superfluo. Su habitación desnuda de todo adorno: lo estrictamente necesario para el uso, y dentro de lo necesario lo más pobre. Vivió y murió despojada voluntariamente de todo, sin tener en el último momento nada que pudiera sobrarle. ¡Pobre de Yahveh!
Aquella figura imborrable, todo un símbolo en la Congregación iba desmoronándose poco a poco. Disminuía su estatura, perdía fuerzas, se iba aniquilando, pero su espíritu lleno de Dios rebosaba amor por todos los poros de su ser. Aparecía más cercana, más comprensiva con todos, más humana. Aceptaba incluso demostraciones de afecto agradecida. Seguía bajando a la capilla. Rehuía toda excepción y sólo por indicación del superior se tomaba el descanso necesario. Le costaba lágrimas comprobar que le hacían la comida más pastosa, ya que apenas podía tragar. Todo lo aceptaba con espíritu de obediencia y con agradecimiento. Perdió la movilidad de una pierna. Tuvo que usar primero bastón y más tarde muleta, y utilizar el ascensor, llegando a no tener ni siquiera fuerzas para abrir y cerrar la puerta del mismo. Esperaba pacientemente a que alguien pasara por el rellano para pedírselo humildemente. Iba perdiendo también la voz. Apenas se la entendía, pero acudía a todas las reuniones comunitarias con su aportación por escrito. Fiel en todo hasta el fin.
7.-Hacia la Casa del Padre. Intuyendo que su vida llegaba a término, M. Segarra -su Priora- le pidió firmara las últimas aportaciones comunitarias casi ininteligibles, a lo que accedió por obediencia. Mientras pudo, en esta últirna etapa pasó muchos, muchos ratos en la capilla. La oración fue su fuerza hasta el fin.
Cuando ya se extinguía casi totalmente y tuvo que guardar cama, pidió por escrito recibir los últimos Sacramentos. Suplicó terminaran de despojarla de los pocos enseres que quedaban en el arrnario. Pidió a una Hermana le lavara los pies. «¿Es que quiere marchar bien limpia para el cielo?», le preguntó, a lo que asintió solamente con una sonrisa. A cuantos la vimos los últimos días de su vida nos impresionó su ternura y emotividad, su interés constante por todas y cada una, su mirada al cielo como despedida y ansias de encontrarse con el Padre.
Le gustaba mucho leer la Revista LA VIDA SOBRENATURAL, sobre todo en los últimos años. Una religiosa que iba a verla diariamente en su decadencia, antes de empezar su labor en Secretaría, la había encontrado con el libro de J. Pastor La santidad es amor, entre sus manos. «Me fijé -dice- en que siempre tenía el libro abierto en la misma página 235 del capítulo VII, y me llamó la atención el epígrafe: Dios mío, Dios mío, por qué me habéis abandonado (Mt 27, 46). El título del capítulo era: La privación de la gracia sensible, que hace referencia a la unión con Cristo a través de la Cruz». «Un día -prosigue-, recuerdo que le dije: "¡Pero si a V., M. Benito, en la Congregación todos la tienen por santa!", a lo que respondió haciéndome leer el párrafo de la página 208 del mismo libro, que dice así: "A veces, para que estos sufrimientos sean más penosos, permite el Señor que, hallándose ella en este estado, sea alabada y estimada por las criaturas, dándole muestras de aprecio y de tenerla como santa". ¡Cuán lejos se siente ella de ser tal! ¡Cuánto sufre de que así la tengan y se lo muestren!»... «También recuerdo -dice la misma Hermana que los últimos días, al visitarla, estando ya postrada, le dije: "V., M. Benito, no morirá hasta que se deje servir, que es lo único que le falta", a lo que asintió con la cabeza. Y tuvo que dejarse atender en lo más elemental».
La última noche de su vida, había pedido que la dejaran sola, para que las Hermanas -incluida su sobrina- descansaran. La vieron en el último estertor de la agonía. ¡Cuánto sintió su Priora, M. Segarra, no estar presente; y cuánto lo sentiría ella, también¡. Las frases del recordatorio encierran toda su vida: Estaba vacía de sí misma y llena de Dios. Vivía en Dios, con Dios y para Dios.
De inmediato se celebró la Eucaristía, y al dia siguiente el P. Manuel González, que la confesaba últimamente y le administró los últimos Sacramentos, también la celebró hablando de ella elogiosamente. El funeral fue concelebrado por varios sacerdotes y PP. Dominicos, y presidido por el P. Aniano Gutiérrez, O.P., que hizo de ella un sentido encomio. Acudieron familiares y Religiosas de varios puntos de España a brindarle el último testimonio de adhesión y afecto. La besaban, pasaban rosarios y otros objetos por sus manos, rezaban, y daban muestras de la gran estima en que se la tenía y de la calidad de su existencia.
Después de su óbito muchos han sido los testimonios aportados y numerosas las cartas que certifican esa fidelidad hecha vida hasta el último momento.
Fueron las mismas Religiosas de la Congregación las que pidieron se escribiera una biografía de la M. Benito, a fin de que no se perdiera con el tiempo un valor tan estimable para la Anunciata.
El P. José Mª. de Garganta, O.P., dejó escrito: «Fue la M. Benito un testimonio vivo. Un alma totalmente entregada a Dios, desasida de las cosas temporales, despojada de sí misma, absorta, inmersa en Dios; abnegada sin desmayos, amorosamente esclavizada por la observancia y el trabajo». «No. conocí -prosigue- los secretos de su vida contemplativa. Me pareció como alma de fidelidad inquebrantable, de firmeza diamantina, teologal, nutrida de fe, esperanza y amor al prójimo».
Y el P. Aniano, en la homilía del funeral, subrayó: «La M. Benito pasó por la tierra como abanderada de la fidelidad: fiel a Dios, a la Iglesia, a su vocación y consagración, a las Hermanas..., desde el punto que le era asignado. Esa fidelidad la hizo ser consecuente con su anhelo vocacional de santidad».
Como punto final, podemos asegurar que, aparte el lastre humano que todos poseemos, la M. Benito vivió con toda su plenitud los valores evangélicos del Reino, desde su estilo de vida, por ello su entrega es un reto a la santidad para toda Dominica de la Anunciata, desde su quehacer diario, y para cualquier cristiano que sienta la dulce e imperiosa llamada de ser fiel a Dios en lo más sencillo de cada día, y de pasar por este mundo haciendo el bien.
H. ADELA POCH, O.P.
Del recordatorio realizado por sus Hermanas Dominicas:
HERMANA CRISTINA DOMINGA
BENITO RIVAS
TU TESTIMONIO ES IMBORRABLE ENTRE
NOSOTRAS:
- Las constantes de su vida fueron: la fe,
una gran fidelidad, y la búsqueda y acatamiento a la voluntad de Dios.
- Era una religiosa auténtica hasta las últimas consecuencias.
- Su vida es un punto de referencia para
cualquier Dominica de la Anunciata.
- Su silencio era más elocuente que largos
discursos.
- Estaba vacía de sí misma y llena de Dios.
- Vivía en Dios, con Dios y para Dios.
- Su respeto al otro rayaba en el sacrificio.
«Bienaventurada tú que has creído» (Lc. 1, 45).
ORACION
Tú, Dios nuestro, bondadoso y veraz, paciente y que todo lo gobiernas con sabiduría y amor, concede a nuestra HERMANA DOMINGA el goce de tu reino y a nosotros poder alcanzar un día su bienaventurada compañía. Por Cristo nuestro Señor.
«Siendo yo joven me di a buscar sinceramente la sabiduría. En mi oración la pedí y hasta el fin la busqué: floreció, maduró como un racimo y se regocijó en ella mi corazón. Jamás por la eternidad me apartará de ella. Cerca está de quien la desea, y el que se entrega a ella la hallará.
Me esforcé por seguir el bien y no me avergoncé de ello.
Oíd mis instrucciones cuanto más podáis, y adquiriréis la sabiduría sin oro ni plata.
Haced vuestra obra a tiempo, y en su día el Señor os dará la recompensa.»
(Cfr. Eci. si, 18 y ss.)