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LA VENTA DEL DESFILADERO

Relato de Susana Fontán



Rodeada de montañas sombrías, alejada de cualquier población, estaba la Venta del Desfiladero. El viento frío y una niebla gris recorrían casi permanentemente un estrecho pasadizo entre peñascos milenarios. Nada crecía allí, excepto ortigas, espinosos cardos y setas venenosas. Las aguas negruzcas del arroyo se helaban al comienzo del otoño y así permanecían hasta bien entrada la primavera.

Imagen del desfiladero de La Hermida. Pulse para verlo más grande Sin embargo, la Venta no carecía de actividad. Por el desfiladero pasaba gente de todas partes, ya que era un lugar de paso. Bajo un techado sobre las peñas se guarecían los coches de la fina lluvia que empapaba todo, o de la nieve en invierno. Constaba de algunas habitaciones, para descanso de los huéspedes en unos sencillos camastros y una amplia sala con chimenea, unas cuantas mesas y un mostrador ennegrecido. Vicente y Juana, los venteros, vivían en un cuartucho junto a la cocina. Ambos soñaban con emigrar, en busca de una vida mejor, pero estaban ligados a este lugar inhóspito por las raíces de su origen montañés. La vida transcurría para ellos de forma sencilla, esperando siempre la llegada de viajeros, unas veces desde la costa, otras desde el interior. También los pastores cruzaban el desfiladero con sus rebaños, trashumantes infatigables, camino de Castilla, o de vuelta, dos veces al año.

Aquella primavera estaba siendo complicada. Abril había comenzado descargando tormentas cada tarde, y el agua torrencial arrastraba piedras que caían al camino. Vicente se asomaba a la ventana confiando en que el aguacero escampara para salir a despejarlo. Pero arreciaba, así que echó más leña a la lumbre, resignado. De pronto sonaron unos fuertes golpes en la puerta. Un capote chorreante apenas ocultaba a Julián el pastor, que entró malhumorado buscando ayuda. El agua había arrastrado parte de su rebaño y habían caído al arroyo que bajaba crecido con el ímpetu del deshielo. A pesar de que la lluvia no daba tregua, Vicente y Julián salieron en busca de las ovejas hasta que las vieron atrapadas en el fondo del talud. Se adivinaban algunos cuerpos bajo las piedras. Bajaron cuidadosamente, sujetándose a la roca firme para evitar resbalar. Por desgracia, dos ovejas yacían ahogadas, y otras diez luchaban por salir del barro. Tardaron horas en liberarlas, mientras poco a poco dejaba de llover. Un sol sucio y turbio apareció tímidamente entre las nubes, iluminando un paisaje terroso y húmedo. Más animados, emprendieron el regreso con las ovejas supervivientes. En ese momento, fue Vicente quien lo vio. Un desprendimiento había deslizado un enorme peñasco, descubriendo una grieta en la pared de granito. Ante ellos se abría una enorme boca megalítica amenazadora, mostrando las entrañas de la roca, y hasta ellos llegaba un aliento sulfuroso, como diabólico. Sobrecogidos, corrieron a la Venta a refugiarse y reponerse con una taza de caldo. Fue Juana quien les abrió los ojos a la singularidad del descubrimiento y a las posibilidades que ofrecía, así que planearon volver con linternas al día siguiente a explorarlo.

La cueva se adentraba bajo la montaña, y extrañas formaciones minerales devolvían destellos a la luz de sus lámparas. El tiempo parecía haberse detenido. Maravillados, imaginaban haber encontrado la guarida del maligno en la enormidad de la caverna. Aquí y allá pequeños estanques de agua caliente parecían hervir, gracias al vapor que desprendían.

Sus vidas cambiaron desde entonces. La casa se convirtió en un pequeño hostal, y habilitaron unas casetas con unas bañeras para que los visitantes probaran las aguas calientes, de propiedades extraordinarias para la piel y las articulaciones. Hoy, el lujoso balneario es conocido en todo el país. En el interior de unas grutas de paredes centelleantes se pueden disfrutar sus fuentes termales, con lodos medicinales que tienen propiedades milagrosas para el reúma y la piel.

Los ancianos Juana, Vicente y Julián charlan de tiempos pasados en la vieja cocina, añorando las reuniones junto a la chimenea y las noticias que traían los visitantes. Juana sentencia: "El destino, al fin y al cabo, siempre nos tiene preparada alguna sorpresa a la vuelta de la esquina. Quién sabe lo que se ocultará aún en el interior de las peñas".