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LA EFÍMERA VIDA DE NASTASIA




"Excursión a las montañas y otras aventuras

En el año 74, en Espinama, un pueblo del norte, salía un orujo por las cañas que no era normal. ¿Eran las cañas o eran las canillas? Allí nadie me lo aclaró pero yo lo he visto, y probado, sólo un poco pero lo probé, y no rascaba nada, no como el de ahora, y aquello sucedió a las siete de la mañana y nevando. Fue cuando mi madre me llevó a una excursión de repente.

Esto de las excursiones de repente es fantástico, más para mí que nunca había salido de la gran ciudad –aquella fue la primera vez que sucedió–, y las excursiones de repente, por si alguien no se había dado cuenta, son las que no te esperas. Llegas del colegio y tu madre te dice,

–Venga, niña, arréglate, que nos vamos de excursión.

Como era un jueves por la tarde a mí me extrañó.

–¿De excursión? ¿Ahora? ¿Adónde? –y mi madre, que tenía la mirada desusadamente brillante, me dijo,

–A las montañas, ¡a las montañas del norte! ¿No quieres? Venga, mujer, que nos están esperando –y yo iba a apresurarme, cuando se me ocurrió algo.

–Entonces, ¿mañana no voy al colegio? –y mi madre se alarmó.

–¿Quieres ir? Si no vas un día no pasa nada. Ya iré yo a hablar con tu profesora para explicárselo –y media hora después entrábamos en el bar en el que ella trabajaba.

Mi padre no estaba. Como tenía unos días de vacaciones se había ido con unos amigotes a ver un partido de fútbol de su equipo preferido a una ciudad distante y no volvía hasta el domingo por la noche, por eso pudimos hacerlo tan tranquilas, pero, por si acaso, mi madre dejó descolgado el teléfono antes de irse.

En donde habíamos quedado era allí, en su bar, al lado de casa, tres manzanas más allá, sólo que aquella vez no fue a trabajar porque llegamos y en la barra había un señor con una chica que nos recibieron muy sonrientes y a mí me dijeron,

–¿Quieres una cocacola?

Yo dije que sí, claro, pero me pregunté una vez más por qué las personas mayores ofrecen cocacolas a las niñas; a mí me parecía uno de tantos misterios de la naturaleza.

Luego mi madre nos presentó.

–Este es Juanito y esta Mairena, y esta mi hija Nastasia.

Yo les di unos besos y me tomé la cocacola con una paja, callada y mirándolos de reojo, mientras ellos hablaban. El tal Juanito, que era un poco mayor que mi madre, llevaba un mapa en la mano y estuvieron mirándolo, y luego, en seguida, nos fuimos. Nos montamos en un coche buenísimo y nos pasamos todo lo que quedaba de tarde, y parte de la noche, de viaje por carreteras que no había visto nunca. Mi madre y yo íbamos en el asiento de atrás y a mí me gustaron mucho los paisajes. Al principio los árboles eran chopos, grupos de chopos anaranjados, pero luego cambiaron y aparecieron unos que me resultaban desconocidos.

–¿Cómo se llaman esos árboles?

Mi madre no lo sabía, pero Juanito, el que conducía, sí.

–Se llaman robles. ¿Ves aquellos de allá arriba? Pues aquellos son hayas. ¿Te gustan los colores?

–Sí.

–Pues eso es porque estamos en otoño.

Debimos de ir muy lejos porque tardamos mucho, y al final había muchas curvas. Íbamos por una carretera muy estrecha y con muchísimas curvas en una noche con luna, cuando Juanito señaló hacia la derecha y nos dijo, ¡mirad, mirad!, y sí, efectivamente, miramos por la ventana y allí al lado había unas enormes montañas iluminadas por la luna. Eran tan grandes y tan quebradas, y estaban tan cerca, que parecía que se nos iban a caer encima. Se las veía perfectamente. Encima de ellas había nubes blancas y el cielo estaba azul, oscuro pero azul, y algunas estrellas, las que dejaba ver la luz de la luna, brillaban como chiribitas. Luego ya no pude apartar los ojos de aquella visión sobrenatural, sólo cuando los árboles que había al borde me la tapaban, pero pasaban en seguida y yo volvía a buscar la luna y las luces del cielo azul oscuro, aquel cielo enmarcado por las enormes montañas de piedra...

Luego, desde que empezamos a ver las montañas, transcurrió poco tiempo hasta que llegamos a nuestro destino. A trechos había unas farolas mortecinas que señalaban los pueblos, y al final llegamos a un grupo de casas en donde paramos. Yo salí del coche y noté que hacía frío porque era el final del otoño y por la noche, pero desde fuera se veía mucho mejor lo que nos rodeaba, pese a que fuera de noche, y estuve mirando a mi alrededor todo lo que pude, aunque en seguida entramos a una de las casas del pueblo. Era una casa antigua pero preciosa. A lo mejor había más gente, pero yo sólo vi a una señora que nos acompañó al piso alto y nos enseñó nuestras habitaciones, que también eran muy bonitas. En la nuestra sólo había una cama grande, así que yo tenía que dormir con mi madre, pero mejor, claro, porque casi nunca dormíamos juntas y era de las cosas que más me gustaban. Luego nos dieron de cenar, ya no recuerdo qué, aunque no importa. Seguro que estaba bueno, porque no recuerdo nada malo de aquellos días, todo lo contrario, y cuando acabamos me hicieron acostarme. Les di un beso a todos y mi madre me llevó al cuarto y me tapó entera.

–No te destapes que aquí hace frío. Duérmete, que yo vengo en seguida –me dijo, y se fue.

Yo me quedé con un palmo de narices porque ya no iba a poder hablar nada, con lo que a mí me gustaban las conversaciones nocturnas e irte quedando dormida poco a poco..., pero bueno, me conformé, ¡qué le iba a hacer! Me estiré allí dentro, bostecé y estuve pensando en aquel lugar tan raro en el que estaba. Seguro que fuera todo estaba lleno de árboles anaranjados y de ...

Lo que sucedió fue que pasé bastante frío porque ella no vino hasta muy tarde. Como la cama era tan grande no se calentaba nunca. Siempre que te movías tocabas en algún sitio que estaba helado, sobre todo por la parte de los pies. Al principio me dormí, pero luego, en mitad de la noche, me desperté. Estaba todo oscuro y apagado, aunque por la ventana entraba un poco de la luz de la luna, y yo seguía sola. Mi madre aún no había vuelto, y yo, entre sueños, agucé el oído y escuché como unas risas. Era allí al lado, en donde habíamos cenado. Luego se oyó a Juanito decir algo y me volví a quedar dormida, y ya no me desperté hasta por la mañana, agarrada a mi madre y ella durmiendo a pierna suelta.

–Mamá –y mi madre se movió.

–¿Qué?

–Que ya es muy tarde. Mira, es de día.

–Bueno, no importa, sigue durmiendo, ¡ay...! –y nos volvimos a quedar dormidas otro rato y yo noté que ya no tenía nada de frío.

Aquel día, después de desayunar, nos subimos a las montañas por un camino de piedras y tierra, un camino bastante largo y empinado. Juanito y yo íbamos delante, y Mairena y mi madre detrás, hablando. Nosotros también hablábamos.

–¿A que no sabes qué es subir a la montaña?

Yo me quedé muda.

–Pues subir a la montaña es un acto social.

Yo seguí muda, pero Juanito se lo decía todo.

–Bueno, un acto social no, es un acto individual. Subir a la montaña es recorrer la vida con nuestras propias fuerzas, algo que todos debemos hacer. ¿A ti te gustan las montañas?

–¿A mí...? Muchísimo. Y los bosques.

–Bueno, pues ahora vamos a pasar también por algunos bosques, ¿los ves ahí arriba? En seguida llegamos.

Anduvimos toda la mañana por aquel camino y, en efecto, atravesamos algunos bosques, pero más que bosques de verdad eran sólo grupos de árboles. Como aquello estaba muy alto allí no prosperaban los bosques enteros, y lo poco que había se acabó en seguida dando lugar a peñascales. Todo eran piedras grandísimas, la mayoría de las cuales debían de haber bajado rodando desde arriba, y cuando ya empezaba a cansarme aparecieron ante nosotros unos grandes campos verdes en lo más alto, unas praderas en la cuenca escondida de los montes. A nuestro alrededor todo eran grandes cumbres de piedra blanca y nombres sonoros, pero no me los aprendí. Uno se llamaba Peña Vieja y otro me parece que Peña Santa de Castilla, sí, me suena, porque Juanito nos lo estuvo explicando, sobre todo a mí. Estuvimos mucho rato sentados en el suelo, al principio en unas piedras y luego sobre la hierba verde de un lugar encumbrado, y también nos hizo fotos.

–Nunca había ido de excursión con tres mujeres. Es mucho mejor que con tres hombres. Los hombres no hablan más que de fútbol –y yo me acordé de mi padre, pero no dije nada.

Luego dimos otro paseo por el campo verde, ¿nos llegamos hasta aquellas peñas?, y al final bajamos al pueblo muy tarde, como a las cuatro o las cinco, todos con mucha hambre, y comimos alubias. Las alubias no era lo que más me gustaba del mundo, pero como Juanito dijo que allí había que comer alubias, que era lo obligado, transigí y dejé que me hicieran el menú.

–Nastasia, ¿cómo es eso de que a ti no te gustan las alubias? Siempre las comes.

–Sí, pero no es lo que más me gusta.

–Bueno, prueba estas y ya veremos.

Me llenaron el plato hasta arriba, y cuando las probé me di cuenta de por qué era lo obligado, ¡estaban buenísimas!, no se parecían en nada a las que yo conocía. Aquellas tenían el caldo espeso y como rojizo, y todo estaba lleno de trozos de chorizo que sabían a humo.

–Qué, ¿bien?

–Huy, sí, más bien...

Cuando acabamos de comer resultó que se había hecho casi de noche, porque, como ya dije, todo esto sucedió en noviembre, y en noviembre, y en diciembre más, se hace de noche en seguida, así que nos dedicamos a recorrer unos cuantos pueblos que había cerca. Uno tenía una torre antigua y otros estaban en laderas verdes y oscuras. También fuimos a una fábrica de quesos muy vieja en la que nos dieron a probar el que hacían, que estaba buenísimo. Todo estaba muy sucio, pero eso daba igual, y Juanito compró unos cuantos pero mi madre no quiso ninguno.

–No, ¿cómo vamos a llevar esto a casa? Tu padre pensaría que hemos estado de viaje –y yo, que ya me veía sin queso, insistí.

–Pero podemos decir que nos lo ha regalado alguien...

Mi madre, sin embargo, se rió.

–No, mujer, ¿para qué vamos a darle ideas? –y yo me quedé sin el queso, con lo bueno que estaba..., y como era de noche y hacía frío volvimos en seguida a nuestra casa.

Allí la señora nos dijo,

–¿No van ustedes a ver lo del orujo? Ahora es la época. En la casa de al lado lo va a hacer mi hermano. ¿Quieren ir a verlo?

Lo del orujo era que lo destilaban.

–Seguro que no sabes qué es destilar.

–No.

–Bueno, pues ahora vamos y nos lo enseñan.

Llegamos a otra casa, al bajo de otra casa. Era como el garaje pero no había coches. Lo que había eran muchos trastos, montones de leña cortada y un señor mayor que estaba zascandileando por allí.

–¡Ah!, pues llegan ustedes un poco pronto, no empezamos hasta las cinco de la mañana, ahora estaba yo preparándolo... ¿Querían comprar algo? ¿De dónde son ustedes?

Estuvimos un rato viéndolo todo, y luego nos volvimos a casa porque ya era muy tarde y había que cenar. Como allí se comía tan bien no perdonamos ni una comida, y además Juanito era un gran comilón y decía que era pecado hacerlo.

–Nastasia, ¿qué quieres cenar esta noche? Fíjate, ¡hay truchas del río! –pero a mí no me gustaba el pescado, aunque fuera del río.

–¿Yo puedo comer alubias?

–¿Alubias otra vez? ¿Por la noche?

–Sí, ¿no puedo?

–Sí, mujer, claro, cómo no vas a poder... ¿Quieres alubias otra vez?

–Sí.

–Bueno, pues alubias para la niña. ¿Quedarán?

–Sí, alguna quedará; además, ahora estarán mejor.

... y aquella noche, mi madre, que debía de estar bastante cansada de andar por los montes, y los demás igual, se vino a dormir conmigo en cuanto acabamos de cenar, y como yo también estaba con sueño no me enteré de nada, ni del frío ni de nada, y además no hablamos, no nos dio tiempo, sólo me tocó un poco la cabeza.

–Jo, hazme eso –porque mi madre tocaba la cabeza que no era normal, te quedabas sopa sin remedio, de forma que nos quedamos dormidas en cuanto nos metimos en la cama, dormimos toda la noche de un tirón, y al día siguiente nos levantamos muy temprano y fuimos a ver aquello del orujo.

Tenía que ser temprano porque era el momento en que todo ello se llevaba a cabo. Los que lo hacían, que eran tres señores del pueblo que estaban muy contentos y venga a frotarse las manos, empezaban por la noche y seguían así durante todo el día.

–¿Cómo se llama eso?

–¿Eso...? Pues eso se llama "alquitara". ¿Ves que tiene fuego debajo? Hay que alimentarlo todo el tiempo para que no decaiga.

–¿Y eso?

–¿Eso...? Oye, ¿cómo se puede llamar esto? –y lo tocaba.

Por allí hubo un momento de duda y confusión.

–Pues no sé. ¿Cómo lo llamas tú?

–Pues se llamará canilla.

–¿Canilla? No creo; eso es lo de las barricas de vino.

–Pero es lo mismo.

–¿Lo mismo...? Piensa, hombre, que la niña quiere saber cómo se llama –y yo me sentí aludida.

–No, si da igual...

–¡No, mujer, qué va a dar igual!

... pero se les olvidó, y luego nos invitaron a probarlo. Metían una copa, como las del coñac que bebía mi padre, en el chorrito que salía por... ¿la canilla? Sí, eso. Pues ponían una copa, dejaban que cayera un poco y nos lo daban. El primero que lo probó fue Juanito, y dijo,

–¡Está buenísimo!, ¡probad, probad! –y les daba a Mairena y a mi madre.

Ellas bebieron y dijeron lo mismo.

–¡Qué bueno...! –y se relamían.

Como hacía mucho frío, porque afuera estaba medio nevando, íbamos todos muy abrigados y aquello nos sentó de miedo.

–¿Puedo probar yo?

–Bueno, pero sólo probarlo, ¿eh? –y a mí me supo un poco raro.

Sólo me mojé los labios, puse unas caras rarísimas y lo dejé; los demás se rieron.

–Está fuerte, ¿verdad?, porque esto no es para niñas. No, que esto es para personas mayores, pero no te preocupes que no te va a sentar mal, todo lo contrario –y así fue.

Cuando salimos de allí, al cabo de una hora y con unas cuantas botellas que compró Juanito metidas en una bolsa, íbamos todos contentísimos y nos fuimos a desayunar otra vez. Volvimos a casa y la señora nos dijo,

–¿Que quieren desayunar otra vez...? Por supuesto, ahora mismo. ¿Quieren ustedes unos huevos? Los acabo de coger.

... y nos comimos unos huevos fritos que no se me han olvidado. Además nos puso jamón y chorizo, todo frito, y más cosas, como una especie de tortas que se llamaban...

–¿Cómo?

–Frisuelus, hija, frisuelus. ¿Tú no sabes qué son los merdosos?

–No.

–Bueno, pues parecido –lo que no me sacó de dudas pero me dio igual, aunque aquel nombre...

Sin embargo, me comí todos los que pude y luego ya me encontré en paz con el Universo. La señora, además, nos dio la receta porque Juanito estaba muy interesado.

–¿Esto? ¡Pero si es muy fácil...! Fíjese usted: se hace el batu..., se le da el puntu..., y ya está.

... y cuando salió el sol, porque al principio nevaba pero luego se despejó y asomó entre las nubes, no mucho pero algo asomó, nos fuimos a un pueblo grande que había allí cerca y en donde aquella mañana ponían un mercado. La gente iba con paraguas y unos zapatos de madera que hacían mucho ruido, y todos compraban panes de torta. Allí vendían de todo, sobre todo chorizos y pimientos, y al final comimos en un sitio que era como antiguo y con vigas de madera. Comimos otra vez muy bien, pero ya no voy a contar más porque lo que nos sucedió a partir de ahí fueron cosas parecidas.

Fue un fin de semana muy raro y muy largo, y yo me digo -vamos, entonces no me di cuenta de nada, pero ahora me digo-, mi madre, ¿hizo una excursión con uno de sus múltiples amigos? Pues es muy posible. Como era tan guapa, podía permitírselo. Yo, entonces, no tenía más que diez años y todo me parecía bien. Además, prefería estar con cualquier persona antes que con mi padre, y aquellos dos, Juanito y Mairena, eran muy simpáticos y se portaron muy bien. Ahora, al cabo del tiempo, lo pienso y mis recuerdos son muy bonitos. ¡Qué grande parece todo cuando eres pequeña...!, esa es la verdad. A las montañas las llamaban los Macizos de Europa, ¡no, tonta!, ¡los Picos de Europa!, lo que sucede es que como los picos son muchos los dividen en varias partes, y a cada una la llaman "macizo", el Macizo Central, el Macizo Oriental..., ¿será así? Bueno, sí, algo así debe de ser. Macizo, ¡qué gracia!, ¡macizo! Yo creía que eso sólo se les decían a los hombres, ja ja. Bueno, a Juanito le voy a llamar desde ahora "el macizo de Europa", no sé por qué, o bueno, sí sé por qué, es que está muy bien..., y sí, ¡qué grandes y bonitas nos parecen las cosas cuando eres pequeña...! Todo es mágico y del color del caramelo, los árboles, las montañas también, aunque aquellas fueran blancas, y la comida y la bebida..., más ahora que soy mayor; ahora sí que me acuerdo. Todavía hay tontos a los que sacan una botella a la mesa, leen la etiqueta y dicen, vaya, jolín, ¡orujo de Liébana!, cuando lo que tienen ante sí es matarratas de alguna factoría del noroeste. El orujo de Liébana es diferente. Es algo que no raspa, y si bebes bastante –lo que sólo puedes hacer de mayor, claro está; de pequeña no porque se te estropea el hígado, ¿entendido?; sí, entendido–, pues al día siguiente ni te acuerdas, es como si no hubieras bebido nada, aunque de lo del noroeste sí te sueles acordar, esa es la diferencia, y mi padre, por acabar de contarlo todo, no se enteró de nada de lo que había sucedido. Su mujer y su hija se fueron de excursión durante casi cuatro días y él no se enteró de nada. Me imagino que pensaría que habíamos estado allí todo el fin de semana, esperando o guardándole ausencias, porque los que creen que lo saben todo no se dan cuenta de lo que sucede a su alrededor. Lo podía haber descubierto, porque a una niña se le puede sacar la verdad muy fácilmente, pero le importábamos tan poco que yo creo que ni se le ocurrió. Yo dije como de pasada que habíamos estado en el cine y él me mandó a mi cuarto a estudiar.

–Hala, hala, muy bien; vete a tu cuarto y mira a ver si tienes algo de provecho que hacer –y se puso a liar uno de sus cigarros.

Yo ya sé que los niños somos muy pesados y que a los mayores los agobiamos, pero mi padre..., ¿qué quieren ustedes que diga? Pues que se pasaba, qué voy a decir, se pasó toda su vida, y eso cuando no llegaba, que solían ser la mitad de las veces. Bueno..."


Tomado de Camargo Rain, el blog de su autor, donde se pueden leer otros capítulos e, incluso, adquirir la novela, subtitulada «Polifacética muchacha de la Ínsula Barataria que murió joven». Más detalles de la novela pueden verse aquí.


© Gabino Santos